En un cómic clásico de Mafalda, el indeciso Felipe pone un cartel en su habitación que reza “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy “, para inmediatamente declarar: “¡Desde mañana mismo empiezo!”.
La crisis producida por la COVID-19 ha proporcionado a mucha gente la oportunidad de pararse y pensar sobre su vida. Esto es algo que en realidad nos ocurre cada año cuando llegan las fiestas de Navidad o después de las vacaciones, las fechas en las que se hacen los propósitos de Año Nuevo o del nuevo curso.
Si hacemos caso de las estadísticas, solo el 10% de estos propósitos sobreviven después del primer mes. La mecánica es bien conocida por todos. Decidimos que vamos a ir al gimnasio una hora tres veces por semana. O también puede ser leer un libro a la semana.
El primer día acometemos nuestra nueva tarea con entusiasmo, pero como estamos bajos de forma, esa hora se hace especialmente dura. Algo parecido ocurre con el libro. Nos ponemos a leer, pero tenemos la sensación de que avanzamos muy lentamente como para terminarlo en una semana.
Esta es la clave del problema. En nuestro cerebro se ha registrado este nuevo hábito como una experiencia desagradable. Inconscientemente ofreceremos resistencia a repetirla. En cuanto surge cualquier contratiempo, como obligaciones con el trabajo o la familia, encontramos la excusa perfecta para no hacerlo.
Pasan los días y no hemos vuelto al gimnasio y el libro tiene el marca páginas en el mismo sitio. Abandonamos. En ambos casos, hemos puesto expectativas poco realistas con nuestra capacidad, condenándonos a sentirnos desanimados y culpables y finalmente, claudicar.
Aquí es donde entra la regla de los dos minutos. La técnica no es nueva, pero la explica el autor James Clear en su nuevo libro “Hábitos atómicos”. No importa de qué hábito estemos hablando, siempre podemos encontrar una versión reducida que nos llevará solo dos minutos.
Por ejemplo, leer todas las noches se convierte en leer una página. Eso es algo que cualquiera puede hacer, y representa una amenaza muy pequeña para nuestro cerebro, con lo que no genera aversión subconscientemente. Más aún, después de leer dos minutos, nos sentiremos satisfechos, porque hemos completado con éxito la tarea y es más probable que terminemos leyendo más de dos minutos.
Esto se puede aplicar a otras muchas tareas. Limpiar el baño se convierte en limpiar el lavabo. Doblar la ropa se convierte en emparejar los calcetines. Ir una hora al gimnasio o salir a correr se convierte en simplemente ponerse las zapatillas.
El gurú de la productividad Tim Allen tiene desde hace mucho tiempo su propia versión de la regla de los dos minutos para no postergar tareas en el trabajo, que funciona basada en el mismo principio, pero desde otro punto de vista y dice “si la tarea necesita menos de dos minutos para hacerla, hazla ahora”.
Adquirir un hábito, aunque sea solo uno de dos minutos, tiene efectos positivos sobre la imagen que tenemos de nosotros mismos. Al contrario, la procrastinación nos hace sentir vergüenza y tener un bajo concepto de nosotros mismos, algo que puede dar lugar incluso a comportamientos antisociales, ya que terminamos creyendo que no somos capaces de cumplir con las reglas.
El no poder cumplir con los hábitos que nos hemos propuesto nos desconecta de nuestro yo futuro mejorado. Esto hace que sea más probable que tengamos comportamientos cortoplacistas, que nos proporcionen satisfacciones instantáneas, porque desaparece la visión positiva de nosotros mismos en el largo plazo. Un riesgo que puede conjurarse en solo dos minutos.